Sufrir un traumatismo craneoencefálico me desequilibró de forma existencial en dos maneras y las dos me asustaron mucho. Primero, mi conocimiento de mí misma cambió, ya que el “yo” de mi identidad ya no pudo existir de la misma manera. Segundo, mi comprensión del mundo espiritual se deslizaba. Ya no tenía una base sólida de la realidad – ni interior ni exterior.
Sentido de identidad distorsionado
Lo que habría llamado mi identidad se tambaleó: antes del accidente, me consideraba una persona bastante inteligente. Pero después sentí que ya no, debido a mi incapacidad para recordar palabras y conceptos, y a la fatiga extrema que experimentaba al intentar procesar información básica.
Otras actividades y factores de identificación también cambiaron. La música, que siempre había sido muy cercana a mi alma, quedó descartada. No había música que no me provocara un dolor de cabeza repentino y terrible, así que ya no tenía el consuelo ni la distracción de mis canciones favoritas o de música nueva. El silencio aislante era ya mi compañero más constante.
Era una persona productiva. Ya no. En mi mejores momentos tras la conmoción cerebral grave, solo podía trabajar un máximo de 8 horas semanales dando clases en línea. Por suerte, ya era profesora con experiencia y tenía mucho material preparado de años y clases anteriores. Aún así, durante una de esas clases, casi me da un ataque de pánico por haberme exigido demasiado. La cancelé a la mitad.
Mi nueva vecina (éramos nuevos en el pueblo), que solo me conocía como la esposa desempleada de una persona de negocios, me dijo que solo me hacía falta un trabajo para cambiar de semblante. Fue un amargo descubrimiento que la gente que iba conociendo en nuestro nuevo pueblo probablemente pensara que era una extranjera vaga y aprovechada. No tenía energías para demostrar lo contrario.
(Dicho esto, durante mi año lento allí, escribí un trabajo académico que se publicó en la revista de lingüística de la universidad local, ¡y estudié para el examen de C2 de español, el cual aprobé!).
Antes, en la vida, me enorgullecía saber escuchar bien a la gente. Pero después de la lesión, ya no podía mirar a la gente a los ojos cuando la escuchaba. Empatizar hacía que todos mis síntomas se dispararan, y lo único que podía hacer era aislarme y exigir empatía a los demás.
¿Quién era yo entonces? Fue un proceso largo, lento y agonizante darme cuenta de que “yo” soy simplemente la realidad física que me rodea y que se aferra a la salvaje voluntad de vivir, como dice Parker Palmer al describir el alma.
Un aterrador cambio de cosmovisión
Lo más aterrador de todo fue que mis antiguos miedos infantiles al diablo, a los fantasmas y a la oscuridad regresaron, y según me iba sintiendo peor, con una fuerza cada vez más inusitada.
Por debajo de todo esto, y sin saber que lo que me estaba sucediendo tenía una base fisiológica, me aterraba la sensación de estar «poseída». Mi cerebro se debatía entre la sensación intuitiva de que esto era una realidad y mis procesos mentales espirituales y racionales previos que creían que esto era imposible. En esencia, sentía que no tenía control sobre los cambios fisiológicos y psicológicos que ocurrían dentro de mí, y por lo tanto, algo maligno (es decir, caótico e impredecible) se estaba apoderando de mi cerebro y de mí misma.
Cada ruido desconocido que oía en la casa era ahora un fantasma. Nos habían dicho que el antiguo inquilino de la casa en la que vivíamos —una casa cerca del mar en el sudeste de España— era un hombre británico mayor cuya esposa había fallecido allí, y que después se había vuelto un poco loco. Me aterraba repetir el misma patrón de locura. Y así como reaccionaba al contacto visual, lo único que podía hacer era encogerme ante estos arrebatos de miedo.
Y, por supuesto, la oscuridad: era solo una tapadera para todo lo malo, un símbolo y una manifestación de lo malo que me estaba sucediendo. El caos de lo desconocido: sin capacidad de ver, de saber, de tener una dirección.
Cambiando de rumbo
Por supuesto, luché contra estos miedos con todas mis fuerzas. Probé la terapia cognitivo conductual (¡no es la mejor opción para una lesión cerebral!, pero no lo sabíamos), antidepresivos, ejercicio, vitamina D, dormir bien, esforzándome por ser lo más “yo” posible.
Pero estaba empeorando. Lo sabía, y me aterrorizaba.
Finalmente, gracias a algunas personas muy sabias que me apoyaron, me di cuenta de que, para sobrevivir, tenía que mudarme a donde vivía mi familia de orígen. Para entonces, me estaba convenciendo de que sí tenía un trauma craneoencefálico, y quizás alguna enfermedad mental, y que en Oregón había buenos médicos para esto. Volé sola, desesperada, al otro lado del mundo. Mis tíos me recogieron en el aeropuerto y me llevaron a su casa a vivir con ellos. La hija de sus amigos también estaba pasando por el duro camino de sufrir una lesión cerebral grave.
Una vez que encontrara a los médicos adecuados, llegaría a comprender que todo lo que experimentaba, la falta de reconocimiento de mí mismo y los cambios en mis miedos existenciales, incluidos los miedos espirituales, tenía una base fisiológica. Todo podía tratarse con la medicina y con terapias. Le dije a uno de los primeros: «Antes yo era inteligente». Él respondió: «Todavía lo eres». ¡Me sentí extremadamente aliviada al oír eso! Esperanza. Unas semanas después, al mismo médico: «Tengo miedo todo el tiempo, sobre todo al diablo. Siento como una tonta decirlo». Dijo: «Es el traumatismo craneoencefálico. Es fisiológico. Lo arreglaremos». Lloré a borbotones.
Y hacía todas las terapias y ejercicios fielmente.
Me encontré y me reconocí de nuevo.
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